Un asunto grimoso


UN ASUNTO GRIMOSO

Una neblina de terror, de pánico, de espanto, comenzó a cubrir los campos azucareros desde los primeros días del tiempo muerto.

Si no había corte, no había tiro; si no había tiro, no había molienda; si no había molienda, no había tren. Y los bateyes parecían un cementerio, en un umbral de tristeza.

Al fin de la zafra comenzaban a irse los extranjeros que venían del otro lado de la frontera y de las demás islas del Caribe.

La gente siempre se encariñaba con esos extranjeros, principalmente con los ingleses que enseñaban a los niños a decir “Good Morning” y esas cosas exóticas. Después, venía ese momento de partida que uno, envuelto en la ternura de la infancia, no podía entender y sufría con cierto hálito de melancolía.

Para la próxima zafra tal vez algunos niños hayan olvidado a sus personajes favoritos, pero algunos, muy sentimentales y hábiles en recordar cosas, esperaban con ansías, luego de la boyada –desfile de los más bellos ejemplares para el tiro de la caña-, la llegada del tren que distribuía a los obreros por distintos puntos del central azucarero.

Así podrían volver a ver a aquellos a quienes le albergaron cariño durante toda la zafra. Fue así como en aquel año viejo muchas personas quedaron esperando a unos obreros ingleses que habían partido a Saint-Thomas tras la más productiva molienda que se haya recordado en la historia. Y más tarde la radio trajo la noticia de la tragedia en el Mar Caribe.

Desde entonces comenzó el pánico en el batey. La gente aseguraba con frecuencia haber visto a uno de los mister, William o Fleming.., vagando por los caminos y trillos de los lugares más recónditos de estas tierras.

Más tarde, comenzó ese pánico que ponía la piel de gallina, porque si no había molienda ¿de donde, caray, salía ese crujir y ese pito de un fuñío tren que despertaba al batey cada media noche y que luego se perdía en el infinito?

Los perros tenían pánico, mucho pánico. Sus aullidos eran infernales en esas noches interminables. Yo recuerdo que mi padre tenía dos perros pardos con ojos altaneros, que seguían el trote de su caballo, y de noche vigilaban la casa verde de mi infancia, pero en aquellos días los dos caninos entraban en temblores y venían a refugiarse debajo del piso de madera.
Si mal no recuerdo, fue en esos días cuando llegó el padre Clemente al pueblo con sus bártulos en un jeep de capota blanca, y la gente dijo que había llegado un santo para salvarles de esa pesadilla.

Los viejos aconsejaban andar con una ramita de palma bendecida o santiguada, para rezar con ella la oración de San Alejos….*tú que conoces el camino del bien y del mal, los senderos de luz y de oscuridad, aleja ese tren de aquí, aléjalo, bendito San Alejos..*

Y dizque entonces el misterioso tren se disparaba más arriba de las montañas y se esfumaba como una estrella fugaz..

Mi padre parecía no creer la historia del tal tren de media noche, pero jamás hablaba de eso. Era un hombre muy prudente cuando se hablaba de supersticiones.

“¿Qué pensará la gente si en medio de este frenesí, el jefe también entra en miedo?”, le dijo a mi madre una noche que ella y mi abuela hacían un “desahumerio” por los rincones de la casa.

Esa noche llegó a visitarnos Don Antolín del Valle, guardia-campestre del batey Chirino, que está cerca de Ceiba 12, limítrofe con la autoridad de mi padre. Era un hombre flaco, como una vara de pescar, con unos dientes que llegaban de aquí al ingenio.

Era un cibaeño autoritario y mal educado, con una vocecita de amanerado y una mirada fría. La gente decía que en ese hombre se encarnaba el alma del dictador Trujillo.

“Hay que frenai esto, compay Vásquez, pues allá en Chirino, la gente no quiere salí de noche. Esta pandía de pendejos, de cobaide, le tienen mieo a un jodío tren que dizque pita a media noche. Usted ha visto vaina igual?

Don Antolín del Valle, isleño de mucho valor, heredero de la fama de su abuelo, que había sido general de división durante la guerra del 12, se burló durante toda la noche, con fanfarronería que rayaba en la pedantería.

“Yo quisiera que a mi me saiga esta noche ese tren, pa montaime en ese pendejo aparato”.

¡Ave María!. Cuando decía esto ya estaba la botella de ginebra más debajo de la etiqueta y Don Antolín del Valle se sentía más valiente con el vaso en la mano izquierda y la cacha de su revolver acariciada con la mano derecha.

Después, viene lo duro, la despedida en aquella noche silenciosa y hostil. Ya mi madre me había llevado a dormir cuando partió Don Antolín del Valle en su mula cibaeña.

Al otro día corrió mucha gente. Recuerdo que el padre Clemente acudió con la Biblia y rezó una letanía en latín que la gente hacía creer que entendía. En la línea del ferrocarril estaba la mula de Antolín del Valle, con todo y avíos. Encima de la línea estaba el arma de Antolín del Valle.

Llegó Camile Doré, experto en asuntos de trenes, y pasó la mano a la vía férrea.
“No está tan lejos”, dijo. “Los hierros todavía están caliente”. ¡Dios mío! Nadie que haya vivido ese momento podrá olvidarlo.

La gente salió en caravana siguiendo la trayectoria del ferrocarril, cruzando el misterioso puente rojo. Más allá de Caña-La-Seca, por donde no se ve un alma, estaba Antolín del Valle tirado al lado de la línea del tren.

Dicen que despertó de su coma dos días después en un hospital de Santo Domingo, hablando incoherencias sobre un paseo en un tren. Jamás se le volvió a ver por estas tierras.