Un radio y el cuadrangular de Ricardo Carty





A la memoria de Don Félix Acosta Núñez


Fue la primera vez que vi sonreír al viejo Pinta Negra. Estaba tan alegre que yo pensé que le iba a dar un ¨torosó¨, una ¨sirimba¨ o una de esas cosas que le da a los que se pasan de contentos o cogen más cuerda que una consola de manigueta.

Descubrí, entonces, que los dientes de Pinta Negra eran tan blancos como una garza llanera, pese a que fumaba tabaco y hasta hojas de guandules con un cachimbo de barro.

Todavía no había llegado el primer televisor al batey, y –lógico- fue mucho antes de que el viejo Pinta Negra sacara su revolver cacha blanca y apuntara directo a la pantalla del primitivo aparato receptor cuando vio a unos vándalos machacando las manos de un vaquero llamado Dyango –o que sé yo-, personificado por el actor Clean Eastwood.

¨! A mi no me gustan los abusos, carajo, aunque sean en televisión ¨! Y Buunnnnnnn. Esto que le voy a contar esta noche jorobada pasó en la misma enramada del asunto de Dyango.

La enramada de Pinta Negra estaba llena de fanáticos y cuando la cosa se puso tensa sólo se escuchaba el ruido finito y casi imperceptible de los cañaverales llenos de cigarras.

El batey estaba alumbrado por la hoguera de supersticiones de la familia Saint-Fleur, que en silencio celebraba sus extraños ritos, y Pinta Negra estaba sentado en su mecedora, todo él, como un patriarca, con su sombrero hacia atrás, su revolver colgando de la cintura, sus chancletas gitanas y su báculo de caoba.

¨¡Las bases llenas. Dos out. Escogido: dos carreras; Licey: cero carreras, es su último chance¨!

Quien así hablaba era el narrador Don Félix Acosta Núñez, a través de un aparato receptor transcontinental, de galena, que el Viejo Pinta Negra había comprado a unos cocolos que lo trajeron de Saint-Thomas.


¨!Es la última oportunidad para los Tigres del Licey – seguía diciendo el narrador-….Y al bate vaa Ricardoooooooo Carty. Se levanta el público de sus asientos oigan la algarabía.!”

Los fanáticos de los Tigres del Licey se pusieron contento en Santo Domingo, en el Estadio Quisqueya, al ver a Ricardo Carty con su bate negro cuando se aproximaba amenazante al terreno de juego, y mucha gente también se puso contenta en esa noche de béisbol en Ceiba 12; pero Pinta Negra era demasiado prudente para desperdiciar una sonrisita sin estar seguro de los acontecimientos.

¨! No apto para cardiacos, señores. Se cuadra en el plato el jonronero Ricardo Carty. Los fanáticos se levantan de sus asientos, parece que va a reventar el Estadio Quisqueya. Oigan la bulla ¡”.

La gente disfrutaba el béisbol con tal pasión que en los juegos del Central Azucarero muchas veces hubo que acudir a las autoridades para frenar la euforia de la gente. Los juegos tampoco escapaban a las supersticiones y la religiosidad traída a esta isla del Caribe desde Africa y Europa. Recuerdo lo que pasó con Chicho Bongó en los más esplendorosos días de la industria azucarera.

Pasó en el Torneo de Béisbol del Ingenio. El juego había comenzado bajo el sol del trópico, un domingo de otoño. Los jugadores estaban todos ataviados con sus nuevos uniformes que había donado el central azucarero.

La comunidad se llamaba El Narajo. El play estaba verde como el prado de la viuda Carbonell, con su media luna rasurada y sus rayas marcadas con cal. Y En la esquina derecha estaba ese hombrecito del sombrero negro, con una ramita aromática en la mano derecha, desde que comenzó el juego.

Tenía gafas oscuras, traje de seda, sombrero de dril, zapatos de charol y un amuleto de corozo que le colgaba de su pecho. Sus manos estaban llenas de anillos plateados.

“¡Play-Ball!, gritó el árbitro. Y a poca distancia de la tercera base brillaron los dientes de oro del hombrecito del sombrero negro. Entonces, cundió el desconcierto entre los fanáticos del béisbol.

Alejandro Mieses, que era el mejor lanzador de todo el Central se puso nervioso y exigió que le quitaran de su vista a ese satánico que lo enfocaba con esas gafas espeluznantes.

“Usted no está en su tierra, carajo. Déjese de supersticiones y plántese en el box, que usted es un buen pitcher, coño”, le dijo el manager, y Alejandro volvió a su juego.

Antes de cada lanzamiento el hombrecito del sombrero negro hacía un extraño ademán y luego sonaba el tablazo que devolvía el lanzamiento a lo más profundo de los campos. Así pasaba el asunto cada vez que nos tocaba jugar en ese funesto estadio de El Naranjo.

Palo y Palo, carajo, y el equipito aquel terminaba hasta con 20 carreras encima y nosotros, cero. Lo que más nos dolía no era la extraña actitud de nuestros lanzadores, su miedo y su derrota humillante; lo duro eran los tablazos y la burla de un moreno, cuarto bate el hombre, que le llamaban Chicho Bongó.

Aquel bendito dientú, cada vez que se plantaba en el plato mandaba esa bola a los cañaverales. Siempre con un bate negro, una muñequera de cuero e vaca, con todo y pelos, colocada en la mano derecha, el hombre era el terror de todos los lanzadores, no sólo de Ceiba 12, sino de San Juan, Reventón, Chirino, San José, Mata Mamón y La Altagracia.

Chicho Bongó era el hombre más querido en El Naranjo y el más odiado en todos los demás bateyes. Más odiado aún era el hombrecito del sombrero negro, de quien se dijo que hizo fortuna en las peleas de gallo. Y quería hacer lo mismo en el Torneo de Béisbol del Ingenio, con su misteriosa marrulla cabalística.

Chicho Bongó se burlaba: reía a todo diente frente a los lanzadores. Cuando le ponían a uno nuevo le decía: “Te voy a bautizar con un jonrón, novato.” Y ahí venía ese fuetazo que sacaba aplausos entre la gente rara de El Naranjo. Los fanáticos de mi equipo se enfurecían.

Nadie quería volver a El Naranjo, pero al manager Pedro Luis le manifestaron que lo único que podía vencer el maleficio era la Santa Biblia leída por un hombre consagrado.

Así que nos llevamos a Benigno, hombre santulario y respetuoso. Llegó el día del juego. Le tocó abrir el juego a Alejandro Mieses y Benigno le dijo: “No temas, que el Señor te guiará ese brazo derecho al home; jamás mire hacia la tercera; concéntrate; que la espada justiciera estará detrás del catcher.” Así comenzó Alejandro y se llevó uno, dos y tres.

El hombre del sombrero negro estaba furioso. Hizo una cruz en el suelo y los muchachos de nuestro equipo cogieron miedo y no pudieron conectar un solo hit.

Vino a batear el equipo de El Naranjo y el hombrecito se puso de nuevo en tercera, levantó una ramita al aire, y Chicho Bongó comenzó a fanfarronear. Pero cerca de la primera base estaba el viejo Benigno con la Biblia en el aire.

“Aléjate Satanás, y deja que el juego sea libre. Aléjate hacedor de maleficios, pieza de escarnio. Aléjate por esos caminos infinitos. Yo Benigno Rojas, poseo la espada de Dios en esta mano para echarte al abismo”, decía Benigno a todo pulmón.

De repente, la brisa levantó la hojarasca y esa tarde se puso tenebrosa, porque al hombrecito del sombrero negro la brisa le llevó la ramita.

En el home-plate a Chicho Bongó se le vio nervioso, y Alejandro Mieses entonces sonreía a cada lanzamiento y se lo llevó de uno, dos y tres.

Les juro a ustedes que en ningún torneo jamás Chicho Bongó pegó de cuadrangular.

Yo lo vi mucho tiempo después, mientras pescábamos en El Paso, y me dijo con nostalgia que él iba a llegar a las Grandes Ligas, pero que fue víctima de una brujería que le hizo un santulario llamado Benigno Rojas.

Esa vez el viejo Pinta Negra apostó como un loco al equipo de Ceiba 12, pero no sonrió como iba a sonreír ahora frente al aparato que inventó Guillermo Marconi.

El batey entra en silencio somnoliento. Ahora se escucha un ruido en las ondas que transmite el aparato transcontinental de galena y el batey está nervioso.

De repente:

¨!Batazo laaargo, laaargo, largo, se va la bola, se fue la bola, se va, se va, se va y se fue la bola. Cuadrangular de Ricardo Carty, con las bases llenas. Se estremece el estadio. Los fanáticos invaden el estadio. Esto va a reventar, señores!¨.

¨!Triunfo espectacular para los Tigres del Licey. Cuadrandulgar de Ricardo Carty, señores, sólido vuela-cerca de Ricardo Carty. Triunfan los Tigres del Licey!¨.

Muchas personas están contentas en el batey. En un extremo se veía al viejo Ceferino Agramonte recogiendo sus ganancias en las apuestas que le había ganado a Ireno Moreno, partidario de Los Leones del Escogido, y en el otro se veía a Chino Manzueta cabizbajo, nostálgico, más nostálgico que aquella tarde de octubre, años después, cuando pasó frente a mi casa, cantando una vieja canción de despedida, como presintiendo que iba rumbo a la muerte, y en efecto, minutos después caería acribillado debajo de una mata de ceiba que aspiraba llegar al cielo.

En el centro de la enramada los niños gozaban con el triunfo de los Tigres y los viejos bebían tragos a pico de botella. Ya no se escuchaba la radio, pues la bulla era enorme en los predios de Pinta Negra.

Uno que no estaba muy feliz era Damaso Fortuna Darwin, con su sombrero de alas anchas y su descolorido chamaco de militar, que parece haber conservado de su abuelo que era rural de la vieja guardia de Mon.

Su rostro duro, como una piedra, y sus ojos de iguana neibera no dejaban de observar con un dejo de rencor a los que celebraban el cuadrangular de Ricardo Carty.

En la mecedora estaba el viejo Pinta Negra con su airecito de jerarca tomándose un poquito de ginebra y luego de cada trago mostraba esa sonrisita de pícara satisfacción y eso fue lo que al parecer incomodó al hombre.

De repente, se oyó una voz ronca en la enramada: ¨!Déje ahí ese radio, carajo, aquí el único que tiene derecho a encojonarse soy yo, coño. Esta enramada es mía y también es mío ese radio”!

Era verdad, su enramada era suya, muy suya, era su teatro, y podía hacer lo que le viniera en ganas, porque luego vino el asunto aquel del vaquero Diango.

El aparato de televisión le fue traído al viejo Pinta Negra y su esposa por una hija que vino de los países. Era el primero que llegaba al batey y funcionaba con batería.

Sucede que el vaquero Diango era todo gloria en su caballo brioso, en los bosques secos del lejano Oeste de los Estados Unidos de América.

Tan hermoso y espigado era el vaquero Dyango que Doña Rosita del Valle, cibaeña que decían era la María Félix de otros tiempos, antes de venir a vivir aquí con el alcalde del pueblo, perdió la compostura al verlo montar en su corcel, al punto que Pinta Negra, celoso, la envió a la cocina con un empujón de su mirada autoritaria.

Entonces, vinieron esos bandidos y apresaron a Dyango en medio de la expectativa y la pena de medio batey, congregado en la enramada de Pinta Negra. Los bandidos le machacaban las manos a nuestro héroe sin piedad y sin reposo porque era él buen tirador.

Fue así como el viejo Pinta quiso ir en su auxilio con su revolver cacha blanca, marca Enriquillo. El sonido del tiro espantó a la concurrencia, que dejó de inmediato el claro mientras Pinta Negra, revolver en mano, repetía furioso, en medio del humo que salía de la pantalla:

¡”A mi no me gustan los abusos, coño, aunque sean en el televisor”!

Pues bien, Damaso Fortuna tenía el radio arriba de su cabeza, cogido con las dos manos, presto a lanzarlo contra el pavimento.

Pinta Negra había dado un salto y lo tenía encañonado con su bastón, mientras que con la otra acariciaba la cacha de su revolver.

“!Suelte ese radio, coño”!

Después a Damaso Fortuna le sacaron una un refrán que se titulaba: “El Cuadrangular de Ricardo Carty y el pique de Fortuna”, pero ese refrán yo lo he olvidado con el paso de los años. Si ustedes caminan algún día por donde le llaman Ceiba 12, pregunten por el refrán de Fortuna a ver si alguien se acuerda.