Ese hombre pasó frente a la casa verde de mi infancia, una madrugada de una fecha que no logro recordar.
Ese hombre iba vestido con su atuendo campesino, una camisa de guardia viejo, de un verde desteñido por el paso del tiempo, unos pantalones remangados hasta las rodillas, una correa de cuero, un sombrerito marrón, un rifle de perdigones y un canasto de yarey colgando de su hombro izquierdo, y sin zapatos en los pies.
Ese hombre, que no era el hombre de Federico Nietzsche, en su obra “Ecce homo”, vivía en un lugar llamado Las Caguasas, más arriba de Caña-La-Seca, después del Puente Rojo.
Era un misterioso lugar donde vivían campesinos que jamás en su vida habían conocido la ciudad de Santo Domingo; pero ese hombre era la excepción, la conocía, y muy bien……
Ese hombre era de bigotes canos, pelo rubio como de garzas y mirada de serpiente.
Detrás de él iba una jauría parecida a la de Papá Viejo en los mejores años de la montonera guerrillera.
Mi padre no lo vio porque en ese momento estaba arreglando la silla de su caballo para irse a la finca y ese hombre no saludaba. Mi madre lo vio desde la galería de tablones de mi casa.
Ella estaba parada en la barandilla con el jarro de café en su mano derecha, esperando que mi padre terminara de preparar el caballo, cuando pasó ese hombre muy rapidito. Mi madre hizo una mueca de desagrado, porque sentía una cierta animadversión contra ese hombre desde lo del difunto Chino Manzueta, que era compadre de mi padre.
El mundo estaba mojado, desde las Islas Canarias hasta Barlovento y desde Ceiba 12 hasta Sierra de Agua y por el camino de Caña-La-Seca había estallado el río Sabita. Mi hermanita Lucía, que era “norsa”, quedó aislada por las aguas en el batey Chirino; pero pasó ese hombre.
Yo quería mucho a mi hermanita Lucía. Era una muchacha bella, yo la comparaba con un retrato de la Virgen de La Altagracia que había en casa de mi abuela.
Aunque no me gustaban sus agujas, ni el color de su clínica, que era todo de verde con unos afiches de enfermos y fotos de osamentas, me gustaba irme con ella a pasar las vacaciones cada verano. Después, ella murió de una rara enfermedad cuando yo ya estaba a punto de entrar a la universidad.“Tienes que portarte bien, Correcaminos”. Fue lo último que me dijo en la sala del hospital y después se fue para siempre. No sé por qué me pongo a llorar cuando recuerdo a mi hermana.
El batey Chirino no estaba muy distante de donde vivía ese hombre y no sé cómo pudo pasar el río Sabita y luego el río Cabón en ese día jorobado.
Más tarde sonó la sirena del ingenio Ozama y ese hombre ya se había perdido a lo largo del camino real, en su ruta hacia el pueblo de La Victoria.
De eso hace ya tantos años que no logro hilar todos los recuerdos, pero creo que eso pasó mucho antes de que la viuda del coronel Carbonell marchara hacia Europa en un barco de vapor, triste y desconsolada por la muerte de su marido.
Todavía al batey no había llegado el primer televisor. Lo primero que los niños aprendimos del cine fue el espectáculo que dio un ermitaño llamado Celoma, que inventó un truco con una caja de cartón, en la que colocó una lámina blanca, y dentro de la caja una vela encendida con dos muñequitos que él ponía en movimiento, por lo cual Celoma cobraba dos y tres centavos.
Ese hombre pasó bien tempranito y en horas de la tarde mi hermana Aydé me llevaba de la mano a comprarme unos zapatos a la tienda del pueblo. Esperábamos el carro Chevrolet de Saturnino cuando pasó el doctor Sánchez en su motoneta ruidosa y se detuvo frente a nosotros. “Aydita, ¿está tu padre en casa? ¡Ha pasado una desgracia! ¡Mataron al doctor Zorrilla”. Y le enseñó el periódico de la tarde.
Ya yo había aprendido a leer en la escuelita del profesor Elpidio Javier Tapia y recuerdo el titular del rotativo: “Campesino asesina abogado en el Palacio de Justicia”. Más abajo decía en letras rojas: El campesino penetró al Palacio de Justicia descalzo y con un canasto en el cual llevaba el puñal, con el que dio muerte al letrado”.